Friday, August 21, 2009

LOS DOS PABLOS MILANÉS

(Comentario al Artículo de Jesús Rosado en http://www.tumiamiblog.com/2009/08/pablo-milanes-la-libertad.html)
Recuerdo el Pablo Milanés de los sesenta en el Pico Blanco del Hotel Saint Johns del Vedado habanero. Acostumbraba a cantar junto a José Antonio Méndez intensas piezas de “feeling”, esa variante cubana del blues norteamericano. Desapareció por un tiempo. Supe después que pasó una temporada en uno de los campos de concentración de la UMAP como consecuencia de los pogromos homofóbicos de los 60. En el 68 o el 69, apareció de pronto, como lucero mañanero, en el grupo de experimentación Sonora del ICAIC, convertido en uno de los adalides de la “canción protesta”, es decir, uno de los más importantes aedas que cantarán la épica revolucionaria promovidos por los órganos de propaganda del régimen castrista. Andando, los borrachos se encuentran y, pocos años después, en el 75 o el 76, coincidimos en casa de un amigo común. Ya Pablo era Pablo y yo, como no era ni sigo siendo nadie conocido, me limité a escucharlo con el respeto que uno cree deberle a una celebridad. Hasta el momento, creí que él, como Silvio y otros, eran artistas honestos que, aunque ya mi entusiasmo revolucionario se había ido por el vertedero, debían ser respetados. Grande fue mi sorpresa cuando, en la desinhibición del alcohol, aunque no tanta como para perder la conciencia y los principios, Pablo comenzó a desbarrar contra el régimen y Fidel Castro. Le pregunté tímidamente, sobre todo para no importunar el guateque de de mi querido amigo, que cómo era posible que, pensando así, pudiera continuar cantando y escribiendo canciones “revolucionarias”. Ni me escuchó ni nadie me quiso hacer caso y terminamos haciendo cuentos de Pepito. Desde entonces fui perdiendo mi candor estético y fui descubriendo que Pablo, Silvio, Feliú, Nicola y otros que conocí personalmente utilizaron su indiscutible talento para lanzarse a recoger las migajas del poder. Pactaron con el diablo, es decir, con la propaganda castrista, para hacerse su propio marketing y ser lo que son: artistas de talento pero deshonestos hasta la última letra de sus canciones. Lo que le escuchamos ahora a Pablo no es el desencanto sino un reajuste pragmáticamente oportunista con la realidad de la decadencia ideológica del comunismo, el castrismo y otras hierbas.

Thursday, August 20, 2009

El Abbey Road en mi Año del Esfuerzo Decisivo

Corría el “año del esfuerzo decisivo”. Regresé brevemente a la Habana en medio de una larga temporada en el infierno, digo, cortando caña. Mi socio el “Buick” -quien había reconstruido el mejor tocadiscos estéreo de la Víbora- me llamó para que escuchara el último disco de los Beatles que le habían mandado al Chino. Esto era un gran acontecimiento en aquella época remota sin Internet ni satélite ni nada de lo actualmente cotidiano y con doble bloqueo por demás. Corrí a su casa, donde ya estaba el afortunado propietario del flamante Abbey Road (y de familiares en el extranjero que ni me imagino cómo le hacían llegar esos discos) y al resto de los conspiradores que acostumbrábamos a oír clandestinamente la WQAM y, toda la madrugada, el show “underground” Baker Street de la KAAY; los mismos que habíamos construido aquella antena yagi con un palo de escoba para ver, desde la loma de Chaple y con el mayor de los sigilos, el alunizaje del Apollo. Nuestra ocultación no era para menos. Recuerdo que, cuando estudiábamos en el Instituto tecnológico, unos oficiales de la seguridad del Estado vinieron a dar una conferencia contra los cultores de la música del “enemigo”. La moralidad que el régimen deseaba imponernos a los “hombres nuevos” en potencia tenía dos pecados capitales, ser contrarrevolucionario y/o maricón. En la escuela, había grandes pugnas, unas regionalistas entre los de la Habana y los de Oriente, y otras musicales, no muy alejadas de aquellas, entre los que preferían la música tradicional cubana y los fanáticos de la música americana y las últimas modas. Para denostar a estos (nuestro grupo), los oficiales de marras nos opusieron en evidencia frente a toda la escuela –donde predominaban los supermachistas y hiperhomofóbicos “tradicionales”- al desplayarse en calificar a los Beatles de homosexuales y a su música y sus modas como de peligrosas debilidades sexuales, morales, ideológicas y políticas. A partir de entonces, en aquel entorno, como es de suponer, nuestra vida fue mucho más difícil . Volviendo a nuestra histórica audición del Abbey Road, la tertulia ulterior llegó al consenso de que éramos testigos privilegiados de la inauguración de una etapa superior, no ya en la carrera de los Beatles, sino de la música en general. Meses después, cuando fue oficial la separación de los músicos ingleses, la frustración fue inmensa y las esperanzas de una reunificación se extenderán por una década entre especulaciones y las falsas alarmas hasta que el asesinato de John Lennon las terminara de a viaje. Durante aquella época hice gala de una lucidez particularmente desacostumbrada en mi caso. Desde la separación de los Beatles, fui el único que aseguró la imposibilidad de su reunificación. En mi opinión, estos, con el Abbey Road, habían llegado a la cúspide de una búsqueda de autosuperación que había comenzado una década antes en un oscuro pub de Liverpool. A diferencia de la mayoría de los grupos musicales, que se casan con un estilo para sólo desarrollarlo ulteriormente en el mejor de los casos, la magia de los Beatles residía en su continua batalla por superarse a sí mismos en cada nuevo disco. Es por ello que el Let it Be, anterior al Abbey Road pero de entrega posterior, parezca una caída en esta escalada. Según mi muy modesto parecer de aquella época, las desavenencias financieras fueron provocadas por la incapacidad para continuar ese esfuerzo estético progresivo conjunto. Cuando esta motivación se extinguió, aparecieron las diferencias personales que llevaron a lo irremediable. Por desgracia, tuve la razón.

Sunday, August 16, 2009

WOODSTOCK

Soy coetáneo de aquellos “baby boomers” norteaméricanos y europeos que hablaban de amor y paz pero cuyo “desmaquillaje” era demasiado parecido a los guerrilleros y terroristas que Fidel Castro había clonado por toda América Latina y África con la bandera de la imagen a lo Cristo de Limpias del Che, quien había llamado, con el tableteo de ametralladoras, a no dejar piedra sobre piedra de la civilización occidental. No era un movimiento posmoderno sino absolutamente romántico, con la misma búsqueda del infinito y la subordinación total de la razón a la emoción. Claro, hay cierto matiz entre ser un alternativo de aquella época y un delincuente o terrorista hoy día; el morir y matar por el amor y la paz de entonces que simplemente el matar por matar actual, así como la búsqueda de la espiritualidad suprema en la droga y el sexo que consumir drogas y hacer el sexo por meramente embriagarse y singar. Pero, no se me mal entienda. Fui, soy fanático de la música que generó aquel fenómeno. Pero, lo contradictorio fue que mi generación en Cuba había logrado lo que clamaban todos aquellos jóvenes, no sólo en Woodstock, sino en La Sorbona y Frankfurt durante la revolución del 68, en Brasilia, México, Montevideo, Santiago de Chile, Buenos Aires… todo el mundo. En Cuba, nuestros padres habían hecho la revolución y nosotros éramos los encargados de construir la sociedad que sustituyera el “decadente capitalismo”, preparara el advenimiento de la utopía en un futuro incalculable, convirtiéndonos en los “hombres nuevos” en el camino, ignorantes de los que ocurría en los sótanos del G-2, los fosos del Morro y la Cabaña, y las mazmorras multiplicadas a lo largo de la Isla. Sin embargo, nos prohibieron siquiera saber de Woodstock, de aquella música y aquellos artistas que luchaban por nuestra misma causa. Porque no habíamos comprendido aún que semejante “causa” era todo un engaño de Fidel Castro, sus secuaces y sus promotores - “cartas de navegación falsas”- al decir de Karl Marx para que inmoláramos nuestra juventud en aquel campo de concentración sin pasado ni presente ni futuro que, antes que sociedad superior, era una vulgar hacienda esclavista, pantalla propagandística para que unos disfrutaran el poder total y otros nos utilizaran como peones para oscuras políticas globales. De todas maneras, hubiera preferido mil veces estar en Woodstock en aquel agosto del 69 que cortando caña en aquel campamento del servicio militar obligatorio cuando medio millón de jóvenes soñaban en los acordes de frenéticas guitarras eléctricas con la misma utopía que yo estaba sufriendo.